lunes, 17 de junio de 2013

Entre las grietas (I-IV)

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ENTRE LAS GRIETAS

I

                ¿No han tenido nunca la sensación de ser observados, incluso quizás en un momento de absoluta intimidad? ¿Saben lo molesto que resulta? Yo sí. Siempre me he sentido como si alguien estuviese mirándome en todo momento. Y, déjenme decirles, es una sensación sumamente desagradable. Paranoia, lo llama mi médico.
                De cualquier manera, es igual, los que me escrutan no son importantes. Pero en el caso de Pedro Mejías, ejemplar padre de familia, marido perfecto, el compañero de trabajo ideal, iba a suponer algo más que un leve trastorno en su vida…

II

                Como todas las mañanas, Pedro bajó al garaje a sacar su utilitario a la carretera para ir a trabajar.  Se sentía feliz, era un hombre que lo tenía todo, una hermosa familia, una esposa fiel y agradable, un trabajo interesante y bien remunerado. Sabía que era la envidia de los vecinos y de sus conocidos.

                Sin embargo, esa mañana, al bajar al aparcamiento de su bloque le dio la impresión de que no estaba solo en la silenciosa estancia. La luz de un fluorescente mal cebado parpadeaba de forma molesta a lo lejos, y más allá sólo había tinieblas. Antes de subir en su coche Pedro se quedó con las llaves en la mano mirando fijamente la oscuridad… y juraría que la oscuridad le devolvía la mirada.
                Sacudió la cabeza y se metió en el coche. Desechó esos pensamientos que no le llevaban a ninguna parte y salió por la puerta del garaje, sin poder evitar un pequeño estremecimiento justo antes de que sus faros iluminaran la zona oscura en la que, como era de suponer, no había nada.

                Sin más dilación se incorporó al tráfico y se dirigió a la oficina.

III

                Llevaba todo el día trabajando intranquilo, lo cual le había impedido concentrarse como era debido, y por lo tanto no había podido terminar la cuenta del señor Farias a tiempo, así que tuvo que ver como sus compañeros se iban a su hora mientras él esperaba el anochecer desde su cubículo. Tan ensimismado estaba con su trabajo que ni se dio cuenta de la caída de la noche.

                Cuando por fin terminó se percató de su soledad. Quizás alguno de los bedeles se encontrase en el edificio, pero su planta le pareció de repente muy oscura y solitaria. Fue entonces cuando oyó, no, sintió, una respiración, un pulso que crecía y crecía en esa misma habitación, pero que no había nadie produciéndola. Pedro no era capaz de discernir de dónde venía.
                Súbitamente se puso en pie mirando a todas partes, nervioso y asustado. Su corazón daba tumbos. Estaba convencido de que había una presencia en esa habitación aunque sus ojos no pudieran ver nada. Sin embargo, estaba seguro de que ahí estaba, mirándole directamente a los ojos.

                Sin apagar la luz Pedro se levantó, se puso el abrigo y se dispuso a salir por la puerta.

                Estaba cerrada. Parecía que con llave. Pedro forcejeó con el pomo a ver si cedía, cuando se dio cuenta de que sólo estaba intentándolo en una dirección, hacia adentro. Empujó hacia fuera y la puerta se abrió cuando estaba ya a punto de darle un ataque.

                Con pasos nerviosos se encaminó al ascensor notando como unos ojos ardientes como ascuas le perforaban la nuca. Intentó aparentar fuerza y no mirar aunque todo su espíritu le decía que se diese la vuelta. Pero él no estaba dispuesto a ceder a la sinrazón y, como persona cuerda que era, redujo el paso y alcanzó el ascensor sin mayores complicaciones. Las puertas se cerraron detrás de él con un reconfortante “clonc”.

IV
                Corría. Paso a paso, aliento a aliento, corría con toda su alma. Algo le perseguía, algo grande, terrible, oscuro y cruel. El corazón iba a salírsele del pecho de tan acelerado y respirar era como meterse un millar de agujas en el pecho, pero por su vida y por su alma no podía dejar de correr. Sentía el fétido aliento de la muerte… no, no de la muerte, de algo peor, derramarse cálido y sin piedad por su espalda, alcanzando su nuca. Podía sentir como sus garras cortaban el aire y como un odio y una perversidad sin parangón se confinaban en una amorfa e indefinible figura, una sombra trémula cuya única característica inmutable eran esos terribles ojos de fuego que no veía, pero a los que no le hacía falta mirar para saber que estaban ahí.

                Se acercaba cada vez más.

Continuará... AQUÍ

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