Cada
vez era peor. Más y más noches despertándose inquieto, sueños en los que le
perseguía una presencia indefinida, caras que veía en la calle con mayor
frecuencia y que sabía que le seguían y vigilaban. Eran esos rostros, por otra
parte normales, los que parecían darle la razón al pensar que algo siniestro le
quería para sí. No sabía qué era, o quién, pero cada vez estaba más seguro de
ello. No se atrevía a confesar a su mujer la causa de sus terrores nocturnos, así
que cuando se desvelaba y ella se daba cuenta aducía como causa el estrés, las
dificultades laborales de la temporada y otros motivos mundanos.
Al
fin y al cabo, ¿qué iba a decirle? ¿Qué algún tipo de presencia infernal le controlaba?
¿Qué algo de fuera de este mundo pretendía hacerse con él para algún propósito
desconocido? Era absurdo, ni él mismo se daba crédito a veces, pero con el
tiempo esa hipótesis iba cobrando fuerza en su cerebro y cada vez le era más
difícil descartarla. Así que se decidió a tomar cartas en el asunto y tomó lo
que le pareció la única opción sensata.
Se
fue a visitar a un especialista.
La
consulta del doctor N. P. T. Laryan estaba en el distrito más moderno de la
ciudad. En una torre de acero y cristal, desde sus amplios ventanales podía
divisarse toda la ciudad, incluso el tráfico cincuenta pisos más abajo parecía
estar casi en otro planeta, ser un problema de una escala mucho más pequeña. El
despacho estaba decorado con gusto, desde luego. La decoración se basaba en
motivos egipcios y había cuadros exponiendo pergaminos con jeroglíficos y
pinturas de faraones. Una cuidada imitación del busto de Nefertiti presidía la
estantería que se hallaba tras la mesa del doctor, un estiloso armazón en acero
negro y vidrio, sólido y elegante, donde reposaba un ordenador personal, varias
resmas de papel y una hermosa pluma con un búho, también al estilo de las
tierras del Nilo. Unas cómodas sillas giratorias descansaban sobre la moqueta.
Pedro
descansaba sobre un diván que se encontraba junto a las ventanas que ocupaban
toda la pared, separado del abismo por una gruesa capa de cristal. Respiraba
tranquilo, arrullado por la suave voz del colegiado.
-¿Y
hace cuánto que estos sueños le acosan, señor Mejías?
-Harán
ya cuatro meses, doctor.
-¿Y
dice usted que no tiene ningún tipo de estrés laboral?
-No
más de lo normal, doctor. Alguna situación difícil tengo a diario, pero nada
que no pueda resolverse con tesón y trabajo- suspiró Pedro -. Nada digno de
mención, la verdad.
El
doctor Laryan se acarició la perilla, pensativo. Escribió en su libreta
mientras ajustaba sus gafas de montura metálica redonda, y se pasó la mano por
el pelo, que ya empezaba a clarear, antes de hablar con ese acento suyo tan
inidentificable.
-Debo
decirle que se equivoca usted, señor Mejías. Sufre usted mucho más estrés del
que cree. Aunque sea en cantidades pequeñas al final pasa factura. Se acumula
día a día, y si no hacemos nada por liberarlo podemos acabar con reacciones
paranoicas, como la suya, aunque casos de pánico, ansiedad, baja autoestima y
depresión también son muy comunes.
-Vaya…
¿Qué puedo hacer, doctor?
El
doctor Laryan agarró su bloc de recetas con un grácil ademán y garabateó algo
con suma velocidad.
-Para
empezar, tómese una de estas al día. Son unas pastillas fuertes, pero aliviarán
sus síntomas.
-Si
usted lo dice, doctor…
-Y
después, en cuanto tenga la oportunidad tómese unas vacaciones. Vaya a algún
país tropical, haga un crucero por el Nilo con su mujer, visite los Alpes… es
importante que sea un cambio de escenario y que usted se relaje.
-Gracias,
doctor.
-No
hay de qué. Relájese, señor Mejías. Su corazón y su cordura se lo agradecerán.
Pedro
salió de la consulta, y mientras el ascensor le llevaba a la calle su sensación
de alivio iba en aumento.
Continuará... AQUÍ
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